Hubo un día que me compré eso de pensar en grande, lo compré a un precio en alto y estaba orgullosa de mi adquisición al punto de presumir ufana que mi mente era grande, muy grande.
Pagué un cheque en blanco por ser parte de los que piensan en grande. De los que entienden como grande cosas como dejarse muchas horas en una silla que es de otro, frente al escritorio que es de otro y genera negocios gordos para otros con las ideas que son mías.
Fui de los que entienden que una negociación grande es una que se hace con fiereza y a veces hasta con trampas para ganar contratos con un buen número de ceros.
Pensé muchas veces en grande, entendiendo por grande el número de gramos de ibuprofeno que necesitaba para mantenerme activa y cuerda.
Me sentí grande cada noche que fui quién apagó la luz de la oficina para luego irme caminando a casa mirando a lo lejos a los que a esa hora tomaban una cerveza o las ventanas asomando los colores que reflejan la televisión que otros miraban acurrucados en sus sofás o echados en una cama para conciliar el sueño.
Fui la más grande de todas cuando rompí mi propio récord de 6 vuelos internacionales en una semana y comí en cafeterías asquerosas de no sé cuántos aeropuertos. Eso era de grandes.
Era muy grande sentir que el cheque valía la pena.
Luego cambié de bando y seguí siendo grande.
Emprendí.
Y era muy grande porque no cualquiera emprende, se desvela, sale de una crisis e intenta criar uno y luego dos hijos en medio de jugar a ser empresaria, eso es de grandes…
Un proyecto, dos clientes, tres colaboradores, cuatro ciudades, cinco, seis, siete… no importa qué cuentes ni cuál sea el precio, mientras sea grande.
Basta.
No puedo…
No, sí puedo, pero no quiero.
Renuncio a ser grande si la grandeza se paga con tiempo, con salud, con familia, con TODO, como dicen los que “se dejan todo por sus proyectos”.
Hoy no quiero pensar en grande, quiero pensar en paz.
Tengo menos clientes, menos equipo y menos problemas que en toda mi vida emprendedora, pero también tengo más tiempo, más ideas, más proyectos valiosos, mejores socios y genero más valor que nunca.
Hoy soy de las que piensan en paz y sigo trabajando muchas horas, las que puedo y decido en una escala donde el primer lugar somos mi familia y yo.
Pensar en paz no es cuestión de emprendedores o gente hippie, es cuestión de responsabilidad sobre las decisiones que uno toma.
Pensar en paz es un ejercicio diario, propio, libre y valiente.
Pensar en paz es decidir cuánto necesitas dormir, cuántas distracciones te puedes permitir y cuantos “sí” te das a ti en comparación con los que le das a otros.
Pensar en paz es de gente que decide cómo quiere vivir y decide cada día lo necesario para construirlo y eso, creeme, es de estudiantes, de mamás, de albañiles o de cocineros.
Un trabajador que decide hacer menos horas para estar con su familia y paga el precio es valiente,
Un estudiante que decide aprender y decide el reparto de horas es valiente.
Una madre o padre que pausa su carrera para ver crecer a sus hijos es valiente.
La mejor gimnasta del mundo que decide renunciar a una medalla más es valiente.
Comprarse la grandeza de otros es costoso pero es fácil. Otro decide, otro sueña, otro manda y uno solo compra y paga.
Viéndolo bien, hoy pienso en grande, más grande que nunca y siento la necesidad de compartir hoy un llamado a calibrar la cinta con la que medimos a grandeza de nuestros pensamientos porque el precio en salud física y mental que estamos pagando, es, en muchos casos, un cheque en blanco que se pagará caro.